
Camino a la Copa América Chile 2015.
Un periodista de Goal.com recorre el norte argentino, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Uruguay, y luego llegará a Chile para la Copa América, con la pelota como eje del viaje.
Baldosas. Veredas. No. Son galerías. Los colores juegan en Primera. Calles con adoquines pintados, ni una teja rota en los techos. Parece una ciudad de colores saturados, hasta hace poco invisible. Cuenca es el reencuentro con los Andes, un cuadro pintado que se esconde en un museo a cielo abierto, entre montañas y sabores andinos.
"Es el lugar más lindo de Ecuador", se apresura Nicolás, un vendedor de sandwiches argentino enamorado de la ciudad de los cuatro ríos. Supo ser la capital norteña del Imperio Inca, pero la ciudad fue refundada por los españoles en el siglo XVI con su clásico estilo colonial. Una verdadera joya sudamericana.
Parada clave para quienes quieren conocer Ecuador, no así como su vecina la portuaria Guayaquil, poco atractiva en el circuito turístico por ser un polo comercial, Santa Ana de los Ríos de Cuenca tiene su equipo de fútbol, que ostenta apenas un título, obtenido en 2004, y un triunfo sobre Boca Juniors en 2009 que es uno de sus mayores orgullos.
Llego a la ciudad, considerada la Atenas ecuatoriana por su aporte a la cultura y el arte, y el Deportivo Cuenca, que no gana hace seis partidos y está último en la liga, juega ante Barcelona de Guayaquil, sexto pero golpeado por la eliminación temprana de la Copa Libertadores. Tengo que ir a la cancha.
La última vez que había ido a un estadio por la mañana había sido en Belo Horizonte, durante el Mundial, torneo que de algún modo -o de todos- motivó este viaje. Aquella mañana radiante Bélgica derrotó a Argelia, de cuya hinchada me hice hincha, a pesar de la caída un tanto injusta.
Llego al estadio Alejandro Serrano Aguilar y me sorprendo inmediatamente: no sólo por que está a pocas cuadras del centro histórico (que es donde está mi hostal) -tampoco por los ríos y los parques de encanto que atravieso hasta llegar a la cancha- sino porque los hinchas del Deportivo Cuenca y los de Barcelona llegan juntos.
Por las mismas calles, por las mismas avenidas. Los hinchas caminan en paz hacia el estadio para vivir la fiesta del fútbol. Negocio redondo para los vendedores, que pueden ofrecer las camisetas, camperas y banderas de los dos cuadros en la misma esquina (una vez terminado el partido, por ocho dólares, me llevaré ambas casacas).
Un fanático con la camiseta granate del Cuenca le pide permiso a uno con la amarilla del Barcelona, que hace fila para comprar su ticket. Los revendedores ofrecen sus entradas frente a los policías montados a caballo, pero a nadie parece molestarle. El sol brilla en Cuenca y mi amor por el fútbol resurge.
Consigo mi pase de prensa, ingresó al estadio y pido por ahí una pechera para sacar fotos en el campo de juego. A diferencia de Argentina, donde la burocracia es reina y los jugadores, estrellas de rock, donde el fútbol se ha convertido en un evento propio de la nobleza por la inaccesibilidad que a veces muestra, en el resto de Sudamérica el fútbol es un deporte y se disfruta como tal, sin vanidades excesivas ni custodias absurdas.
Para acceder a un partido no hace falta enviar tres mails, dos fax y hacer cinco llamadas a prensa del club. Hay un prolijo sistema y, en el caso de un extranjero que llega a última hora, también hay facilidades, buena predisposición y gente muy educada. Cuando me quiero dar cuenta estoy detrás del arco local, con mi cámara y mi pechera. En Argentina, estaría buscando un medio de transporte para regresar a mi casa, expulsado del espectáculo por impertinente paracaidista.
A Deportivo Cuenca lo dirige Alex Aguinaga, gloria del fútbol ecuatoriano. A él busco, a él fotografío, a su equipo le deseo suerte (eterna costumbre de acompañar al más débil). Pero los de la provincia de Azuay comienzan mal, reciben un gol tras un error insólito del arquerito (me da ternura, parece tener la edad de un sobrino) y todo indica que la suerte de Aguinaga hoy no va a cambiar.
Pero una expulsión cambia todo. Antes del entretiempo, un central de Barcelona se hace expulsar infantilmente con dos tarjetas amarillas y el destino le guiña un ojo a los cuencanos. El conjunto local sale al segundo tiempo hecho una tromba y en tres minutos ya dio vuelta el marcador, mientras Aguinaga celebra como el día que clasificó a Ecuador a un Mundial por primera vez en su historia.
Después llegará el tercero para el delirio de la tribuna local, encabezada por Crónica Roja, la banda del Deportivo. Y sobre el final el descuento, para el lamento innecesario del DT. Camino a la Copa le trae suerte a los cuencanos, que se despegan del fondo y sacan pecho. La cancha es, literalmente, una fiesta: festejo sano y en familia, ante la desolación del perdedor que deja la ciudad (o no, hay muchos cuencanos hinchas de Barcelona) sin romper nada.
El fútbol se celebró en paz una mañana brillante de mayo. Y yo vuelvo a pensar en el Mundial. En la fiesta de este deporte tan lindo. En lo positivo que puede ser si cambiamos unas cuantas cosas. En las antípodas del gas pimienta. En Cuenca (como en tantos otros lados del mundo), la hinchada imita las canciones argentinas, pero no las actitudes. En este pueblito encantador en medio de los Andes hay razones para creer que se puede estar mejor. En esta ciudad llena de ríos y parques podría vivir hasta el más pesimista de los amargados. Seguro de que la vida, en especial gracias al fútbol, es hermosa.
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